El dedo de King Kong
- José Fermín Plaza

Entre las desviaciones de la conducta modélica y ejemplar, esa que en resumidas cuentas no tiene nadie, está el exhibicionismo cicatero. Ese exhibicionismo teatral, presuntuoso e hiriente de lo que tenemos o hemos conseguido por algún derrape del destino. Seguramente, pudiera tratarse de alguna variante a la inversa de la envidia, nuestro signo de identidad nacional, o de alguna faceta retorcida de nuestra compleja y poliédrica personalidad.
En este contexto de alarde nos acercamos al territorio del lujo y sus requiebros. Ese espacio acotado que proporciona al agraciado ese gozo de disfrutar en minoría y en exclusiva de algo que no está al alcance de todos. Es entonces cuando nos quedamos obnubilados por lo exhibido y sentimos que las palabras se nos caen de la boca como anguilas indómitas delante del “pastel cremoso de lo inalcanzable”, así de sencillo: tan cerca del roce de nuestra mano pero a años-luz de nuestros bolsillos.
Por supuesto, como buenos humanos, nos complace sobremanera la exclusividad del disfrute y la frustración colectiva de los que quieren y no pueden. Es una percepción física y psicológica que nos hace cosquillas en los huesos y nos abrillanta la calavera con un masaje de vanidad y unas gotas de soberbia. Así pues, ese regusto casi patológico y particular de manejar el coto privado a conveniencia nos encalabrina los egos y nos sirve de vitamina contra envidias y celos. Luego, nos hace trizas la conciliación con esa sobredosis de satisfacción enfermiza, secretamente alojada en la alacena del orgullo, tras precintar nuestras fantasías con una artillería de cánticos de sirena.
En este país del revés los chorizos envuelven el pan, o directamente nos lo quitan, ese pan nuestro, para luego hacer torrijas doctrinarias. En este marco tan ibérico y estrafalario, los escotes del pitote se sitúan a la altura del tafanario
No nos acabamos de enterar, quizás por poco edificante y descorazonador, que muchos son los llamados y pocos los elegidos. Una cosa es el derecho a participar y otra, bien distinta, que te elijan, eso ya no es un derecho sino un trabajo. Máxime en estos tiempos raquíticos de esperanza cuando pulula por ahí una gavilla cofrade de la pereza que idolatra la holganza. A mayores, les gusta pastorear el rebaño con una tarjeta de presentación de estaño y por único catecismo un catálogo de cinismos. Así, de rondón, llegamos al ámbito de la recomendación. En ese terreno la anomalía es la norma. Y podemos encontrarnos cómo algún calzonazos, pigre y poltrón, que a efectos de colocación precise para el “dedazo” el dedo de King Kong. Y eso que su currículum recoge, en el apartado de méritos, que desde los lejanos días de escuela fuera un alumno aventajado del maestro Ciruela.
La cosa tiene miga: como esos aspirantes a reyezuelos regionales que a falta de corona se ponen en la cabeza una mona (a poder ser con pañales). Afortunado eres, sin duda, si tienes la suerte y la entereza de no parecerte en nada a esta caterva sobrevalorada. Ahí nos duele, en este país del revés los chorizos envuelven el pan, o directamente nos lo quitan, ese pan nuestro, para luego hacer torrijas doctrinarias. En este marco tan ibérico y estrafalario, los escotes del pitote se sitúan a la altura del tafanario. De esta manera, los argumentos retuertos de tu sermón acarician la “piel de toro” peninsular con pomada de culebrón. También asusta que tus buenos propósitos, a contraluz, tengan forma de fusta o de arcabuz.
En resumidas cuentas, por aquellos requiebros inesperados del destino, algunas veces Iberia se vuelve la tierra que llora lágrimas de tocino.