La camisa arrugada
- José Fermín Plaza
Alborea por los cerros de Úbeda una mañana sin ganas, desnutrida de arreboles y cirros, como si se hubiese tragado el palo de la corrección política a lo ancho. A su vez, el “sol de Antequera” (ése que sale por donde quiera) nos calienta los ojos y nos enfría las manos y luego al revés, de forma alternativa entre brindis a la Luna. Esa luna de Valencia que desembalsa en tu lengua el catecismo de Babia. Así, de esta manera, la mañana ronronea como un gato con reflujo, dentro de un marco impresionista con ribetes lánguidos de un miércoles de ceniza. Parece, en efecto, esas mañanas que utilizan de espejo el ala bruñida de un cuervo, que buscan algún rastro del mes de abril tras pasar unos días con una prima en Chernobyl.
José Fermín Plaza
Bajo palio de esta climatología con paperas la fauna ibérica zascandilea a sus anchas, pintoresca y garbancera, conformando un panorama florido de cantamañanas, por supuesto, de baja gama, donde se marcan los bíceps peninsulares de la banalidad, tras una temporada de entrenamiento en el gimnasio de la mediocridad. Más sorprendente resulta, si cabe, esa búsqueda exploratoria y zapadora del territorio de la felicidad, Así, con vitola oficialista, tras colgar la casaca pirata en la percha de un zahorí, nos encomendamos a esa tarea peregrina con unas décimas de fiebre del oro. En la psicología de los nuevos tiempos nos intentan vender la felicidad como un derecho cuando en realidad, en el mejor de los casos, no pasa de ser una aspiración domiciliada en un espejismo. Ahí se esmeran los ideólogos del viento, entre pandereta y caldereta, para que no nos entretengamos en los pequeños momentos felices y aspiremos a una Arcadia inexistente donde subirnos a los árboles frutales con las manos en los bolsillos. Para nuestro mal, tarda en llegar, de la mano de la experiencia, aprender que la felicidad no es el fin sino el medio de la vida.
En la psicología de los nuevos tiempos nos intentan vender la felicidad como un derecho cuando en realidad, en el mejor de los casos, no pasa de ser una aspiración domiciliada en un espejismo
De todas formas, como se suele decir, luego están las personas para encajar o desencajar en estos patrones de conducta. Se dice, a propósito, que hay tipos con clase y clases de tipos en constante incremento demográfico. Como esos tipos que tienen la excentricidad efervescente y la coherencia en la sombra. Gente moliente que domicilia la medida de las formas en el extravío, las pautas de comportamiento en el bostezo y su altura de miras en una mina. Otras veces, alardean soltando latinajos en la inopia de un coscorrón o en el voltaje excesivo de un susto a bocajarro.
Hablamos de esa gente programada para ser especie general, tras jugarse su unicidad personal con un demonio ludópata. Un solo patrón para la inmensidad del montón. Gente que pone la cara sobre una camisa arrugada y queda ésta como recién planchada. Mala cosa cuando hacemos de la ignorancia una tendencia de moda, y una moda exhibicionista de la ignorancia (con la bragueta de la incultura abierta en los ojos). Como aquellos que creen que Peñíscola es un nuevo refresco de cola. O esos otros tipos, más o menos malandrines, que no dan buena espina ni a los puercoespines, menos aún, cuando al hablar el vaho de sus alientos dibujan en el aire la silueta de un escorpión.
Así flamea el carácter de algunos con señales de humo no aptas para el consumo. Sobre todo aquellos cuyos pensamientos cojean hacia las intenciones “non sanctas”. No es de extrañar la osteoporosis en la sensatez que presenta su mirada incluso con las ventanas cerradas. En fin, ya se sabe que en Iberia el cinismo es un trampolín olímpico. Además, por si esto fuera poco, la maledicencia enfermiza trabaja como una navaja suiza. Como aquel amigo de reemplazo, ahora en clave de chanza, que me contaba: “una vez, estando en la mili tuve que apretar el gatillo”.
- ¿Y sonó ¡pum!?
- No, sonó “miau”.
A los efectos, el gato era, más o menos, la mascota del cuartel y tenía bigotes de coronel. ¡Guau! Dijo a todo esto un San Bernardo de montaña, que, traducido al humano, viene a decir: ¡esto es España!


