Helar el fuego

José Fermín Plaza

Una cosa es masajear el recuerdo a conveniencia, o chequearlo con las manos frías de algún noviembre por sorpresa, y otra, bien distinta, es sembrar dicho recuerdo de hogueras rituales después de idolatrar al olvido como un fármaco. Es un ejercicio que no cansa pero que alimenta, unas flexiones de rodilla en el ámbito de la nostalgia, en aquellos tiempos mozos cuando dábamos pasos con el pulso y teníamos el reloj en la luna, además de la sangre nueva asomada a los ojos después de deslizar nuestra curiosidad juvenil por el tobogán de las emociones.

fermin José Fermín Plaza

 Pero ahora ya “talluditos” nos parece que el mapa de los recuerdos no sirve bien de brújula pues indica esa dudosa ruta por donde, no pocas veces, volvemos a cometer los mismos errores sólo que con más años. Siempre nos gusta, a propósito, utilizar el columpio indulgente de la mocedad como reclinatorio y barniz de fiascos. O aprovechar su impulso, bravío y pirata, para intentar saltar el seto de los achaques, sobre todo cuando tenemos el ángulo de visión atolondrado de espejismos.

Otras veces, sin embargo, en el brinco inesperado de los afectos, nos reconforta recordar las volteretas de aquel pulso nuestro a la sombra de la ternura. Como cuando la noche se dejaba querer y andaba descalza por tu pelo para luego tumbar de bruces sobre tus labios su carne nocturna de manzana. Más tarde, esa noche azulada volvía a la calle del alba, con el arco al hombro tras participar en una cacería de fuegos fríos junto al Guadiana. Así parece: la música de los instintos se escucha mejor con los ojos. Seguramente entonces, en esos lances, adquirió tu mirada su capacidad de helar el fuego.

No hace falta recordar, al efecto, que las personas nos hemos hecho curiosas por genética, de forma natural, salvo algunas que con un amuleto de morbo en el bolsillo, son curiosas por castigo. Sin embargo, llevan su sobredosis curiosa con la parsimonia de un icono bizantino, con ese gusto morboso que empequeñece la sarna, y voltea los refranes (“la curiosidad mató al gato”). Cubiertas con la garantía del fisgoneo con levadura y por esa munición de interrogantes a modo de “rímel” sobre las pestañas.

No hace falta recordar, al efecto, que las personas nos hemos hecho curiosas por genética, de forma natural, salvo algunas que con un amuleto de morbo en el bolsillo, son curiosas por castigo

Otra cosa, bien distinta, es el objetivo de conocer por sistema en la arborescencia de la sabiduría, cuando la aldaba dorada de la curiosidad viene patrocinada por los ámbitos científicos del saber. Peor es cuando usamos las palabras de catapulta, después de rebozarlas en Sambenitos y pamplinas, con un chorrito de gasolina. O cuando, en la temporada alta del arrepío, nos da por poner los zapatos delante de los pies, quizás con la idea terapéutica de evitar la famosa china en el zapato. Y es que no es lo mismo abrir las ventanas para ventilar que te abran la ventanilla para pagar. Sobre todo cuando te atiende algún tipo alérgico a la simpatía como si tuviese la barba por debajo de la piel. Claro que es aún peor aquel allegado con currículum leproso, donde figure el haber ejercido como taxidermista embalsamador de la molicie, para luego construir tótems artesanos a los que dirigir sus reverencias dentro de la liturgia de la pereza.

Así es la contradicción y sus dos caras. De tal manera que las buenas lenguas dicen cosas malas y las malas lenguas… también, aunque normalmente no necesitan decir nada pues sólo con su silencio matan. No le pidas al escorpión que dé besitos con su aguijón.

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